La mercancía

El asunto es claro en Ecuador, pero debería ser mucho más transparente. Para hoy existen 26 universidades con tarjeta roja (próximas a ser cerradas) gracias a una evaluación realizada por el gobierno. La asambleísta Aminta Buenaño aparece por televisión y habla sobre esta dinámica tan propia del país, que nos ha llenado de instituciones que son un desastre: «Ven la educación como una mercancía», dijo. Le doy toda la razón; es más, todo lo que convierta en mercancía algo tan humano como el aprendizaje debe ser condenado al rechazo.

Pero no quiero hablar de esta movida que es absolutamente necesaria (la enseñanza superior es calamitosa, con excepciones que sólo confirman la norma). Al final, este proceso de educación es el que permite el acceso a los conocimientos y el desarrollo de todo lo que estos conocimientos pueden conseguir en uno, en una colectividad.

Hoy me pregunto, ¿qué es eso?

He visto cómo personas dedicadas a grandes investigaciones, a conseguir algo de comprensión u obtener un resultado valioso luego de un trabajo de análisis, prueba, error y conclusión, se divierten con su labor. Los he visto sonreír, apasionarse, sentirse absolutamente llenos por ese acto de curiosidad que no los vuelve imprescindibles, sino seres colocados en un momento particular y lo disfrutan. He visto seres con muchos conocimientos que disfrutan de los otros, que saben que nadie llega al mundo con el chip incorporado, que se afirman y se divierten enseañando lo que saben. He visto a aquellos que reconocen que la ignorancia no es más que un camino y que mientras más saben, hay más saberes por encontrar.

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He visto todo esto y lo he disfrutado. Incluso lo acabo de ver ayer, en una reunión con un amigo investigador, que me hablaba de sus proyectos con la misma pasión que un niño habla de su nuevo juguete.

Pero he visto lo contrario también. El conocimiento como mercancía. En esos que utilizan el saber, o lo que pueden hacer con él, como un arma de batalla, como un cuchillo, como el falo colgando en la entrepierna, con una longitud de 30 centímetros. He visto a personas que tratan de hablar o escribir para que nadie entienda. He visto a gente que en medio de una conversación arrastra sus lecturas, películas o frases, para medir a su intelocutor. He visto a gente reconocerse superior a otras por lo que sabe. He visto a gente burlarse del error ajeno. He visto a gente sacando lo peor de sí en pos de una idea que leyó en algún sitio…

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He visto a gente sucumbir ante la serpiente y echar su veneno en la cara de otra persona, que lleva sobre sí la única falta posible: desconocer.

El conocimiento como estrategia, sentencia y pasillo. Muchos son los llamados, pocos los escogidos. Miss K. me habla de un sicólogo que ella conoció (y visitó): Mario Müller, que ya está muerto, y que le habló de eso que denominaba «conocimiento bancario». Esa necesidad que se tiene de transformar al conocimiento en el material al cual asirse, para poder seguir adelante. Le decía que algunos lo sufrían, como esa gente que ya teniendo dinero decide conseguir y guardar más y más sólo por el hecho de sentirse mejor y tranquilo. El dinero ahí da la paz, el conocimiento también. Dudo de esos, los aborrezco, porque no les interesa más que tapar algunas de las deficiencias del espíritu con algo externo… con esa incapacidad intrínseca de reconocerlo. El conocimiento como evidencia de un dolor superior.

He visto muchas cosas, pero ninguna tan deplorable como la del ser que sabe y que asume que eso le da un poder sobre otro… cuando no es más que el esclavo de algo que nos ha dado mucho, pero que en ese individuo en particular se convierte en prisión. Cuando el pesamiento, el conocimiento se vuelven mercancía, quizás es hora de mirar hacia otro lado.

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